“Leo libros a mis hijos en voz alta. Muchos padres lo hacen: es una especie de rito vespertino. Pero lo curioso de mi caso es que es una práctica que sigo desde hace bastantes años…
En casa comenzamos a leer cuentos a nuestros hijos cuando eran francamente pequeños. Quizás sea excesivo hablar de leer: nos sentábamos con el niño en el regazo y un cuento sin letras, de esos con colores y figuras contrastadas, que tanto atraen a los pequeños, y empezábamos a contárselo: “Éste es un oso, y …” En realidad estábamos familiarizándolos con un objeto, el libro, y un acto: el de hacerle cobrar vida.
Poco a poco, casi sin darnos cuenta, ya teníamos libros con letras grandes, ya distinguían la o redonda de la i con un puntito, ya reconocían algunas palabras, ya leían dificultosamente, ya te corregían cuando te confundías en una palabra, ya leían de corrido, ya devoraban los libros… Llegados a este punto, era el momento de dejarlos solos. ¿O no?
Tenían ocho o nueve años. Habíamos pasado de los ositos a las brujas, de las brujas a los piratas, a los bosques de Narnia, a los tramperos del Canadá. Habíamos navegado, luchado, explorado pirámides juntos, bajado al centro de la Tierra… ¿Y ahora íbamos a separarnos? Se suponía que uno no leía a los niños mayores, aunque… ¿por qué no? Los padres de niños de la edad de los míos estaban dejando de leerles, o quizás los hijos no querían ya que se les leyera…
Y, de golpe, lo vi clarísimo. Había que seguir. No fue muy fácil al principio, claro: había varios retos. El primero, la competencia por el tiempo disponible. Luego, la elección de las obras. Empecé a tantear con los clásicos infantiles, o, mejor dicho, con los clásicos que una tradición extraña ha confinado a los niños. Eran con frecuencia los mismos ejemplares que leí en mi juventud, y por suerte, porque resulta asombrosamente difícil encontrar en librerías muchos de esos títulos. Se trataba de obras que ya habíamos dado a nuestros hijos para que leyeran autónomamente, pero muchas veces los habían abandonado sin acabarlos. Así que cogí La isla del tesoro, un libro que había pasado por esa triste suerte, y empecé a leérselo. En la primera sesión escuché un comentario que me confirmó que estaba en el buen camino: “¿Pero eso venía en el libro? ¡No sabía que estaba tan bien…!”.
Leer en voz alta significa verse inmerso en una práctica de siglos de antigüedad. Las novelas de la saga artúrica se leían a un público mayoritariamente analfabeto, que luego bautizaba a sus hijos con los nombres de sus héroes. El Lazarillo, El Quijote están escritos para la voz (hasta tal extremo que leídos en silencio no se entienden ciertos pasajes). Los obreros de los talleres del XIX pagaban a quien les leyera, y de la lectura de Dumas en los obradores de puros viene la marca Montecristo…
Quien no haya leído en voz alta libros de cierta complejidad no sabe lo que eso implica. Hay que marcar con inflexiones de la voz las diferencias entre pasajes descriptivos y los de acción. Conviene individualizar a los personajes que hablan (pero no demasiado: no se trata de hacer una interpretación teatral), y además reflejar someramente su estado de ánimo: indignación, confidencia, demanda… Hay que acompañar eficazmente las intenciones del autor: el suspense dilatado, la sorpresa. Y todo eso exige cierto virtuosismo (que por suerte, se va adquiriendo)…”
Por José Antonio Millán, editor digital; escribe sobre lectura y edición en el blog de El futuro del libro (LA VANGUARDIA, 22/04/07)
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